Por Javier García Moreno
Y al octavo día se fue la luz. Y es que sobre el mediodía de este 28 de abril las calles se volvieron de repente un caos. Los semáforos quedaron inservibles y conductores y peatones, confusos ante la situación, se encontraron tratando de convivir sobre el asfalto, dándose el paso los unos a los otros por un simple instinto de supervivencia y civismo.
Las oficinas se quedaron a oscuras, los ordenadores se apagaron, los cajeros dejaron de dar dinero, los modernos y velocísimos trenes eléctricos se detuvieron allá donde estuvieran y en cientos de ascensores, miles en toda la península, se quedó gente atrapada y a oscuras. La muchedumbre comenzó a formar corrillos frente a los portales. Poco a poco, nos fuimos enterando de que aquel corte de luz no iba a ser como otro cualquiera. Pronto corrieron los rumores de la increíble magnitud de ese apagón, rumores que se confirmaron. De norte a sur, el país se había quedado sin suministro eléctrico. También en Portugal y la gran nación (en renta per capita) andorrana.
Pasaron las horas, demasiadas, y la luz seguía sin regresar. Los supermercados, las tiendas de alimentación, ¡hasta los bazares asiáticos! se llenaban de gente comprando lo que entendía necesario para sobrevivir a un apagón, botellas de agua, linternas, velas, comida. Y para muchos lo necesario era desmedido, empujados por la psicosis colectiva. Eso sí, se agradece que a la gente no le diera por los rollos de papel higiénico como en otros tiempos de pánico colectivo no muy lejanos…
Los tarjeteros dejaron de funcionar, en unos sitios antes que en otros, lo que añadió, si cabe, más suspense a la situación.
En esas horas lograron sacar a los que seguían atrapados en esos ascensores. En mi escalera la pareja del quinto tardó dos horas en ser rescatada. Y ciertamente había que dar gracias de que se pudiera dar el aviso a los técnicos y estos pudieran atenderlo, desbordados de avisos y rescates. Y es que las comunicaciones, muy ligadas a la electricidad, no tardaron en derrumbarse por completo. Solo las antiguas radios a pilas, otros de esos artículos escasos y que además rápidamente se agotaron, y la radio de los coches seguía manteniendo informado al país.
Por la tarde cogí el coche para llevar a mi hijo a una clase de apoyo. En Onda regional música pusieron esa canción noventera de “Atrapados en el ascensor”. Muy graciosa la ocurrencia del pinchadiscos, acorde al apocalíptico día. En otra emisora de radio, buscando alguna información sobre “la madre de todos los apagones”, se comentaba, intentando ver el vaso medio lleno, que el suministro eléctrico, lentamente, empezaba a reconquistar toda la península. A lo Pelayo, desde arriba hacia abajo. De hecho las tierras andalusíes fueron las últimas, en plena “madrugá”, en volver a ser iluminadas, o deslumbradas, según se mire.
A nuestra Murcia ciudad no le tocó esa suerte hasta cerca de las veintidós horas ya bien caída la noche. En los barrios colindantes la luz se hizo unos minutos antes que en el mío. La inminencia del fin de la pesadilla hizo avivar aún más la expectación del vecindario, asomado en sus balcones y a sus ventanas, jugando con las linternas para matar el rato. Finalmente, todos aplaudieron y gritaron desde los balcones. La luz y la electricidad había vuelto. En esa breve noche sin ella había dado tiempo de contemplar un cielo estrellado, y un atardecer precioso, sin interferencias artificiales.
Era momento de apagar, con cierta pena, las velas recién compradas y encendidas. La modernidad había regresado. Y, aunque fuera solo por un día, el tranvía se quedó varado en mitad de una avenida y los barrios del sur, los olvidados, después de unas largas fiestas yendo a patita a todos lados y tirándonos de los pelos por desesperación, tuvimos mejor transporte que los del norte. Para qué sepáis lo que jode.