Escrito por Manel Aparicio
Se fue en silencio, un 27 de agosto por la tarde, en una habitación de hospital, adonde fue trasladada desde prisión, cuando su cuerpo ya no podía sostenerse.
Después de 238 días en huelga de hambre, Ebru Timtik murió exigiendo algo tan básico como un juicio justo. En una Turquía donde la justicia —con minúscula y con mayúscula— es, para muchos, una palabra vacía.
Especialmente si eres mujer.
Especialmente si defiendes los derechos humanos.
Especialmente si no bajas la cabeza ante un poder que impone el miedo como norma.
Ebru murió así: de hambre y de injusticia. Su corazón dejó de latir porque no quedaba nada que bombear. Porque su cuerpo agotado no resistió más.
Murió por negarse a aceptar una condena de 13 años de prisión, basada en cargos de terrorismo fabricados, como los que enfrentaban otros 17 abogados defensores de derechos humanos.
Su único delito: defender a los acusados, como marca su vocación, como dicta su conciencia.
Murió como lo hicieron antes que ella Ibrahim Gökçek, Helin Bölek y Mustafa Koçak, integrantes del grupo musical Grup Yorum, también tras largas huelgas de hambre. Todos, víctimas de una represión que no tolera la crítica, el arte libre ni la defensa del otro.
En la Turquía de Erdogan ya no es posible luchar con una palabra, un voto o una manifestación en la plaza.
Ebru lo intentó con su cuerpo. Lo entregó todo. Y murió como mueren los héroes: sacrificando su vida por los derechos de todos.
Solo hay una forma de honrar su memoria: no guardar silencio. Hacer que su voz, que su causa, que su nombre, llegue donde ella ya no puede.
Porque hay ideas que son tan poderosas, que sobreviven incluso a la muerte.
En nuestra región, lamentablemente, hay muchas causas por las que alzar la voz.
Hasta siempre, Ebru.
Larga vida a Ebru Timtik.