EE.UU. intensifica su presencia militar en el Caribe y consolida un cerco estratégico sobre Venezuela, Cuba y Nicaragua

Washington avanza en una estrategia de militarización encubierta en el Caribe, utilizando a Trinidad y Tobago como nueva cabeza de playa para reforzar el control de rutas marítimas estratégicas y cercar a los proyectos soberanos de centro y Sudamérica

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Imagen de archivo del buque USS Gravely. Foto: Armada Estadounidense
Imagen de archivo del buque USS Gravely. Foto: Armada Estadounidense
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El imperialismo yanki despliega su mayor flota en la región para consolidar el cerco a gobiernos soberanos sudamericanos.

Estados Unidos ha iniciado una nueva ronda de maniobras militares en Trinidad y Tobago, un país convertido de nuevo en plataforma para la expansión del poder militar estadounidense en el Caribe. El ministro de Exteriores trinitense, Sean Sobers, confirmó que los marines de la Unidad Expedicionaria 22 operarán en zonas urbanas y rurales hasta el 21 de noviembre, con ejercicios nocturnos y desplazamientos a distintos puntos del territorio. Pero, más allá del discurso oficial sobre “cooperación en seguridad”, la llegada de tropas en este momento se inscribe en un movimiento geoestratégico mucho más amplio: el mayor despliegue naval estadounidense en el Caribe desde la Guerra del Golfo.

Durante las últimas semanas, el portaaviones USS Gerald R. Ford —el buque de guerra más grande del mundo— se ha posicionado en aguas cercanas a Venezuela, escoltado por destructores, naves anfibias y un submarino nuclear. Su presencia no es un gesto aislado: hace apenas unos días atracó en Puerto España el destructor USS Gravely, equipado con misiles guiados. El Pentágono insiste en que se trata de operaciones contra el narcotráfico, pero la magnitud del despliegue, el tipo de armamento movilizado y la proximidad a los países soberanos de la región desmienten cualquier lectura inocente. Lo que está en marcha es una ofensiva militar que busca reforzar el control estadounidense sobre un corredor marítimo clave para el comercio y la energía, al tiempo que estrecha el cerco sobre los gobiernos que Washington considera “desobedientes”.

Desde hace más de una década, Estados Unidos impulsa en el Caribe un proceso de militarización encubierta que combina acuerdos bilaterales, bases disfrazadas de centros de cooperación y ejercicios regulares con gobiernos aliados o dependientes. En islas como Aruba y Curazao —territorios bajo administración de Países Bajos pero operativamente integrados al Comando Sur— funcionan instalaciones aéreas utilizadas por fuerzas estadounidenses desde principios de los años 2000, oficialmente para misiones antidrogas, aunque con capacidad real para vigilancia regional y operaciones de interdicción. En Barbados y Bahamas, Washington financia infraestructura de seguridad marítima que, en la práctica, opera como extensión de su sistema de control en el Atlántico. Y en Puerto Rico mantiene desde hace más de un siglo un entramado de bases, radares y centros logísticos que le permiten proyectar fuerza sobre todo el arco caribeño.

Este despliegue creciente tiene un objetivo evidente: asegurar el control de las rutas marítimas que transportan petróleo, gas y mercancías estratégicas, y al mismo tiempo consolidar un cerco militar sobre Venezuela, Cuba y Nicaragua, países que han mantenido políticas soberanas y se niegan a alinearse con Washington. En este contexto, Trinidad y Tobago se convierte en un punto de apoyo fundamental, tanto por su posición geográfica como por su dependencia económica del mercado estadounidense, lo que facilita la entrada de tropas sin debates internos ni condiciones políticas.

Venezuela ha sido tajante en su respuesta. El presidente Nicolás Maduro advirtió que Estados Unidos “pretende encender una guerra en el Caribe” y llamó a la población trinitense a no permitir que su territorio sea usado como plataforma de agresión. Para Caracas, el despliegue naval no es una operación rutinaria, sino un movimiento de presión directa que busca intimidar y mantener a la región bajo vigilancia armada. La historia reciente respalda esta interpretación: cada vez que Washington ha incrementado su presencia militar en el Caribe, lo ha hecho para condicionar procesos políticos internos, desestabilizar gobiernos soberanos o preparar intervenciones abiertas o encubiertas.

La narrativa del gobierno trinitense —que insiste en que los ejercicios no tienen relación con Venezuela y los justifica como respuesta a la violencia interna— reproduce el mismo libreto que ha permitido a Estados Unidos consolidar su dominio militar sobre el Caribe durante décadas. Pero el contexto actual, marcado por el despliegue del mayor portaaviones del mundo, destructores misileros y capacidades de ataque avanzado, revela que la dimensión real de la operación excede con mucho cualquier cooperación policial.

El Caribe vive hoy una militarización acelerada que responde a una lógica imperial: controlar un espacio estratégico, contener a los gobiernos soberanos y garantizar que ninguna fuerza política o económica altere el equilibrio que Washington considera propio. Los ejercicios en Trinidad y Tobago son un capítulo más de ese proceso, y su trascendencia va mucho más allá del archipiélago. Lo que está en disputa no es solo la seguridad regional, sino el derecho de los pueblos del Caribe y de América Latina a vivir sin flotas extranjeras amenazando sus costas.

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